
El monarca, que había salido de caza muy temprano, encontró a un campesino que estaba arando.
- ¿Cuánto ganas al día? – le preguntó.
- Cuatro dracmas, señor – contestó el labriego-. El primero me lo como, el segundo lo pongo a interés, el tercero lo devuelvo y el cuarto lo tiro.
El monarca se alejó intrigado, tratando de descifrar la respuesta. Pero le era imposible y regresó junto al campesino para que le aclarase el significado de sus palabras. El hombre contestó:
- La explicación es ésta, Majestad: con el primer dracma adquiero mi sustento; con el segundo alimento a mis hijos, que me alimentarán a su vez cuando yo sea viejo, que es como poner el dracma a rédito; con el tercero mantengo a mi padre y así le devuelvo lo que él hizo por mí. Con el cuarto mantengo a mi mujer, que es como si lo tiras, porque no me reportará ningún beneficio.
- Muy bien explicado – repuso el rey-. Y ahora prométeme que no le contarás lo mismo a nadie antes de haber visto mi cara cien veces.
El campesino lo prometió solemnemente y el monarca, satisfecho, regresó a su palacio.
El monarca, sentado a la mesa con sus ministros, les propuso esta adivinanza:
- Un campesino gana cuatro dracmas al día. Come con el primero, pone a interés el segundo, devuelve el tercero y tira el cuarto. ¿Cuál es la solución?
Los palaciegos no acertaban con la respuesta. El primer ministro, montando en su caballo, recorrió los campos y fue a encontrar al labriego para rogarle que le explicase la adivinanza, si la conocía.
- Así es, señor, pero no le puedo revelar la respuesta, pues prometí al rey no hacerlo hasta ver cien veces su cara.
- Eso es bien fácil. Ahora mismo verás cien veces la cara de nuestro rey.
El ministro, sacando una bolsa de cien monedas, se las entregó al campesino. Al sacarlas de una en una, fue contemplando la efigie del monarca impresa en las monedas.
- Puesto que ya no falto a mí promesa, os revelaré el secreto – repuso el hombre con su mejor sonrisa.
Lo hizo así y el ministro, satisfecho, regresó junto al soberano, respondiendo con exactitud al acertijo.
- ¿Cómo has encontrado la solución?
El ministro refirió lo sucedido y el monarca envió en busca del labriego para castigarle.
- Señor, no he quebrantado mi promesa y de ello tengo la prueba – dijo el campesino.
Entonces, sacando la bolsa de las cien monedas de oro las derramó sobre la mesa.
- ¿Qué veis en estas monedas, señor? – preguntó.
- No veo en ellas otra cosa que mi efigie.
- Su Majestad ha respondido bien, porque las he contado y he visto cien veces vuestro rostro grabado en ellas.
- Tu sagacidad merece una recompensa igual a estas cien monedas. ¡Ojalá todos mis súbditos tuvieran tu inteligencia y buen juicio!
El rey ordenó que le recompensaran como se merecía.
- ¿Cuánto ganas al día? – le preguntó.
- Cuatro dracmas, señor – contestó el labriego-. El primero me lo como, el segundo lo pongo a interés, el tercero lo devuelvo y el cuarto lo tiro.
El monarca se alejó intrigado, tratando de descifrar la respuesta. Pero le era imposible y regresó junto al campesino para que le aclarase el significado de sus palabras. El hombre contestó:
- La explicación es ésta, Majestad: con el primer dracma adquiero mi sustento; con el segundo alimento a mis hijos, que me alimentarán a su vez cuando yo sea viejo, que es como poner el dracma a rédito; con el tercero mantengo a mi padre y así le devuelvo lo que él hizo por mí. Con el cuarto mantengo a mi mujer, que es como si lo tiras, porque no me reportará ningún beneficio.
- Muy bien explicado – repuso el rey-. Y ahora prométeme que no le contarás lo mismo a nadie antes de haber visto mi cara cien veces.
El campesino lo prometió solemnemente y el monarca, satisfecho, regresó a su palacio.
El monarca, sentado a la mesa con sus ministros, les propuso esta adivinanza:
- Un campesino gana cuatro dracmas al día. Come con el primero, pone a interés el segundo, devuelve el tercero y tira el cuarto. ¿Cuál es la solución?
Los palaciegos no acertaban con la respuesta. El primer ministro, montando en su caballo, recorrió los campos y fue a encontrar al labriego para rogarle que le explicase la adivinanza, si la conocía.
- Así es, señor, pero no le puedo revelar la respuesta, pues prometí al rey no hacerlo hasta ver cien veces su cara.
- Eso es bien fácil. Ahora mismo verás cien veces la cara de nuestro rey.
El ministro, sacando una bolsa de cien monedas, se las entregó al campesino. Al sacarlas de una en una, fue contemplando la efigie del monarca impresa en las monedas.
- Puesto que ya no falto a mí promesa, os revelaré el secreto – repuso el hombre con su mejor sonrisa.
Lo hizo así y el ministro, satisfecho, regresó junto al soberano, respondiendo con exactitud al acertijo.
- ¿Cómo has encontrado la solución?
El ministro refirió lo sucedido y el monarca envió en busca del labriego para castigarle.
- Señor, no he quebrantado mi promesa y de ello tengo la prueba – dijo el campesino.
Entonces, sacando la bolsa de las cien monedas de oro las derramó sobre la mesa.
- ¿Qué veis en estas monedas, señor? – preguntó.
- No veo en ellas otra cosa que mi efigie.
- Su Majestad ha respondido bien, porque las he contado y he visto cien veces vuestro rostro grabado en ellas.
- Tu sagacidad merece una recompensa igual a estas cien monedas. ¡Ojalá todos mis súbditos tuvieran tu inteligencia y buen juicio!
El rey ordenó que le recompensaran como se merecía.
Moraleja:
En esta historia hay que destacar la lealtad y la sabiduría de un campesino que se descubre como un hombre sabio e inteligente. En primer lugar cumple su promesa y además demuestra que es capaz de ver más allá de lo que ven otras personas con más conocimientos y sin faltar nunca a la verdad. Por tanto los valores a destacar en este cuento serían el respeto a la lealtad y a la verdad que son valorados por los demás como un mérito destacado.
En esta historia hay que destacar la lealtad y la sabiduría de un campesino que se descubre como un hombre sabio e inteligente. En primer lugar cumple su promesa y además demuestra que es capaz de ver más allá de lo que ven otras personas con más conocimientos y sin faltar nunca a la verdad. Por tanto los valores a destacar en este cuento serían el respeto a la lealtad y a la verdad que son valorados por los demás como un mérito destacado.
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